Daniel Remón

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    La originalidad no existe.

    ¿Eso quién lo dice?

    Tú.

    Yo digo muchas cosas. Además, la frase no es mía.

    Es verdad, era de un poeta chileno que había tenido más hijos que todas mis bisabuelas juntas. Y también, si se quiere, de incontables escritores y pintores y directores de cine y hasta porteros de discoteca.

    Eso demuestra, dijo ella, que la originalidad no existe.
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    Llevaba diez años dando clases de Guion en la misma escuela de cine. En ese tiempo había tutorizado, entre cortometrajes, largometrajes y series de televisión, unos doscientos proyectos. Año tras año, un rosario de géneros dispares se fue acumulando en el disco duro de mi ordenador. Recuerdo vagamente batallas intergalácticas, viajes por carretera, crímenes sin resolver, conspiraciones, equívocos en residencias de verano, despedidas, desembarcos, intentos de suicidio, satélites en llamas. Y sobre todo una sensación constante de ingravidez que muchos de los personajes, ya fueran humanos o alienígenas, compartían conmigo. Frente al despliegue de todos aquellos mundos duplicados me sentía con frecuencia inútil y sordo, sentía, en definitiva, que me faltaba el suelo.

    Esa noche, de camino a casa, sentí algo muy parecido.

    Antes de abrir la puerta me metí un chicle en la boca. Me supo a cualquier cosa menos a lo que decía el paquete.

    Me descalcé en el rellano para no hacer ruido. Me quité la ropa y dormí en el sofá pensando en Jimena.

    Soñé que protagonizábamos juntos una de aquellas historias con las que fantaseaban mis alumnos. Sabía que no se convertirían en películas nunca y me pregunté, al despertar, qué sería de ellas. Estarían, quizá, flotando en el aire, como las partículas de un gas, desordenadas, moviéndose al azar, vibrando, desplazándose en todas direcciones.

    Se nota de verdad el sentimiento en cada frase, te pegan de una manera extraña, me hacen sentir melancolica.

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    Algunas de las cosas que voy a decir sobre Jimena las he sacado de la experiencia vivida durante los siete años en los que fuimos pareja. Otras vienen de los guiones que escribía.

    Fue su todo, su musa y amor, pero ahora es un recuerdo escrito en papel

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    Su madre murió cuando ella tenía nueve años. Mi padre, cuando yo tenía veintiséis. Los dos eran profesores de Matemáticas. A veces me los imaginaba juntos, resolviendo integrales y derivadas, trazando rectas infinitas con cartabones. O esperando el autobús. O cenando juntos en el Oriental Palace de la esquina, sorbiendo tallarines, masticando ancas de rana. Me gustaba pensar que no estaban solos y que se habían hecho novios, o amigos. A Jimena nunca se lo dije. Tenía miedo de que se sintiera atacada. Ahora me doy cuenta de que durante mucho tiempo la vi así, como una pantera, en guardia y a la defensiva.

    Las personas tienen distintas facetas y actuan diferente ante varias situaciones, pero yo diría que una vida completa no basta para conocer del todo a una persona.

    Considero un gran regalo el sentir el amor (aunque por la fecha que escribo este texto aun no lo he sentido ni vivido con nadie) porque he visto que cambia vidas.

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    Una frase en un cuaderno amarillo pautado que perteneció a la madre de Jimena. Una cita del artista Odilon Redon. «La lógica de lo visible al servicio de lo invisible.»
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    Puede que sea injusto para Natalia, pero creo que la justicia tiene poco que ver con la vida
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    Ella volvió al suyo dibujando diagonales mientras silbaba una canción que una de sus mejores amigas —Ana, me parece, o Sara— había convertido en la banda sonora del viaje. Era una canción italiana. Decía que todo el universo obedece al amor.
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    Una anciana, no sé muy bien dónde pero durante el mismo viaje, me pidió que le leyera el prospecto de un paracetamol.

    ¿Es peligroso?, me preguntó en francés.

    Le dije que no, que se lo podía tomar.

    ¿Te lo has tomado tú?

    Le dije que sí, muchas veces.

    Prométemelo.

    Se lo prometí.

    Más promesas, vaciadas en el tiempo como lamparones:

    Te voy a querer toda la vida.

    No voy a mentirte nunca.

    Voy a dejar de fumar.

    Voy a arreglar el calentador.
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    Eso que decía Pessoa, lo de que el corazón, si pudiera pensar, se detendría. Yo me movía todo el tiempo para no pensar, que entonces para mí se parecía bastante a enloquecer o matarse.
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    Vivía en un sueño, o en el tráiler de una película en la que sí pasaban cosas, una de ritmo compulsivo y epiléptico. De la niebla de aquel delirio salió Natalia, que según mi terapeuta no fue más que un colchón, o un freno.

    Y después llegó Jimena.
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