Una mujer joven, casada con un médico que promete, ha organizado una fiesta por el cumpleaños de su marido, a la que invita a su familia y amigos. Prepara comida durante días. Asa medio pollo para cada uno de los invitados, servido en una cesta individual con una servilleta a cuadros. Todos los tíos y parientes afrikáners vienen del campo para quedarse en la gran casa.
En medio de las celebraciones, con los niños chapoteando en la piscina, la gente tomando cerveza, el sol brillando con fuerza, risas y gritos en el aire, buscó con la mirada a su rubio y guapo marido vestido como para un safari, pero no lo pudo encontrar.
Recorrió todas las habitaciones de la gran casa e incluso fue hasta el fondo del jardín llamándole, pero no obtuvo respuesta. Al final volvió al interior de la casa, donde lo encontró tumbado en la alfombra dorada de su despacho con otro joven, un médico, con las piernas entrelazadas amorosamente.
—Fue un sobresalto espantoso —dice mi hermana, llevándose las manos al corazón—. ¿Qué crees que debería haber hecho ella? —me pregunta muy seria.
—Darles una patada en los huevos; echarles de la casa; denunciarlo a las autoridades —digo yo, repitiendo lo que opinaría mi madre si me encontrarse en una situación parecida.
—No podía hacer eso. No habría sido posible. A los dos les habrían suprimido el permiso para ejercer, sus carreras quedarían arruinadas. Había una reputación en la que pensar.
—¿Y qué hizo? —pregunto.
—Lo único que pudo pensar en hacer fue llamar a su padre a la habitación —dice mi hermana, con lágrimas corriéndole por sus mejillas rosas. Es entonces cuando me doy cuenta de que, claro, me está contando su propia historia.