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Charlie Jane Anders

Todos los pájaros del cielo

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    —Creo que me he enamorado —dijo Peregrino—. Es la primera vez en mi vida que no me siento solo.

    —Yo también —dijo el Árbol— siento amor.

    Laurence cogió el Caddy de Patricia y escribió: «Buscaos una habitación».
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    La pantalla colocada en el centro del Árbol volvió a iluminarse, y en aquella ocasión los datos iban demasiado deprisa para que Patricia pudiera distinguir algo con claridad. Peregrino se había reiniciado y estaba realizando una actualización a fondo. El Árbol emitía un «Oh» que sonaba a placer y sorpresa.
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    Pero los brujos verdaderamente buenos no pueden estar con la gente, en absoluto. Son como Ernesto, que no puede salir de sus dos habitaciones, o como la pobre Dorothea, que no podía mantener una simple conversación. —Se fijó en que Laurence se encogía al oír su nombre—. O como Kanot, un profesor que tuve, que cambiaba de cara cada pocos días. Están aislados. Como si pudieran hacer cosas a la gente, pero no con la gente.
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    Siempre has sido el único que me ha entendido cuando era importante.
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    —No puedo; simplemente, no puedo. No puedo aceptar nada tuyo, ni aunque haya sido mío.

    Patricia se guardó la caja en el bolsillo. Estaba más guapa que nunca. Tenía el corazón hecho añicos.

    —Lo lamento.

    —¿Qué lamentas? ¿Qué crees que tienes que lamentar?
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    Creo que solo estás decepcionado porque no he transformado todo el planeta ni me he convertido en una especie de deidad artificial, lo que apunta a una comprensión errónea de la naturaleza de la consciencia, artificial o de otro tipo. Una verdadera deidad, por definición, no dependería de nada físico; no se vería afectada por la vasija que la contuviera.
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    Pero ¿no entiendes que el amor es, esencialmente, una invención burguesa? Es anacrónico en el mejor de los casos, y en el peor es una distracción, un lujo para la gente que no está ocupada intentando sobrevivir. ¿Por qué pierdes tiempo en ayudar a la gente a encontrar el «amor verdadero» en vez de hacer algo que valga la pena?
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    Peregrino no lo veía todo; no era capaz de infiltrarse en todas las bases de datos de todo el mundo ni de ver por todas las cámaras. Sobre todo sabía lo que sabían todos los Caddys sobre sus dueños y los trozos de mundo que tocaban, aparte de la información que extraía de Internet. Así que sabía muchas cosas, pero tenía enormes lagunas y puntos ciegos, como cualquier humano; también había datos que conocía pero no sabía encajar.

    Aun así, tenía un acceso a datos y una potencia increíbles. Y ¿qué había hecho? Convertirse en un servicio de contactos.

    —No sé qué pasó en Denver —decía Peregrino una y otra vez.

    Se calculaba que mil setecientos millones de personas pasaban hambre a niveles críticos, pero no tenían Caddys. Los norcoreanos invadían la zona desmilitarizada, pero tampoco tenían Caddys. Ni la mayoría de la gente atrapada en el Invierno Árabe. Algunos de los que morían de disentería o de bacterias resistentes a los antibióticos sí que lo tenían, pero solo algunos. Laurence preguntó a Peregrino si no tendría una visión distorsionada del mundo, más propia de los millones de privilegiados que de los millones de condenados, a lo que respondió:

    —Leo las noticias. Sé qué pasa en el mundo. Además, algunos Caddys tienen dueños muy poderosos, con acceso a información que haría que se te cayeran los dientes. Por así decirlo. Cinco minutos.

    —Ya he entendido que era una metáfora, muchas gracias.
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    Laurence preguntó a Peregrino si no tendría una visión distorsionada del mundo, más propia de los millones de privilegiados que de los millones de condenados
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    —Necesitamos saber qué están haciendo ahí. —Señaló Mardonia con un gesto—. No podemos ver el interior. El agua y el acero son barreras, pero también están rodeados de un campo magnético.
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