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Simon Parkin

Muerte por videojuego

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    Claro que la tecnología mejoró con el tiempo, ofreciendo la oportunidad de empezar a presentar violencia y muerte de una forma semejante a la de la vida real. Algunos distribuidores espabilados buscaron el escándalo, y para ello contrataban a publicistas como Max Clifford, que les cobraban tarifas astronómicas por darle caña a la
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    que habita en una versión postapocalíptica de la capital de Japón. No importa si juegas como carnívoro o como herbívoro, tu ambición es la misma: aplastar al débil para aumentar tu poder y que, con el tiempo, tú o tu progenie podáis aplastar a los poderosos. Al igual que Minecraft, que nos recuerda el miedo cerval a la caída de la noche cuando no se tiene refugio, Tokyo Jungle apela a esa parte ancestral de nuestro cerebro que recuerda lo que es tiritar de frío bajo un árbol, enloquecer por el hambre y por la necesidad de procrear antes de que sea demasiado tarde.
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    El grupo espera poder llevar Meridian 59 a Steam, la tienda de distribución digital de videojuegos más conocida del mundo, para presentárselo a una nueva generación en los próximos años. Pero aunque Barloque no consiga atraer nuevos turistas, Dymerski cree que este puesto fronterizo
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    ¿Pero es así de verdad? En 2012, los hermanos Kirmse hicieron público el código del juego y todos sus archivos
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    Eso ha pasado cuatro o cinco veces en toda la historia –recuerda Dymerski–. Y, en general, con cada derrota ha hecho falta una actualización enorme o un cambio de propietario para volver a recuperar a la gente.

    Estos momentos se han integrado en una tradición oral compartida entre los jugadores dentro y fuera del juego, en foros externos. Dymerski habla de «la gran destrucción del servidor 107», «la subyugación del servidor 109», y así sucesivamente. Hoy en día Dymerski no juega a menudo, pero sigue contribuyendo, con programación, ajustes y mejoras, a apuntalar el código con el que está construido ese mundo. Dice que no solo sigue donde está por obligación y porque forma parte de la comunidad, sino porque cree que no existen alternativas satisfactorias.

    –Desde luego, hay MMOG más grandes, pero no estoy seguro de que haya alguno mejor –dice–. Así que nos quedamos en Meridian 59, peleándonos con las mismas doscientas personas que conocemos de toda la vida, siempre a la espera de la próxima gran actualización que «arregle el juego» y nos devuelva la esperanza.

    La codependencia de estos jugadores es de una nobleza trágica. Resulta evidente que se quedan en el juego porque tienen una responsabilidad compartida: si todo el mundo se marcha, Meridian 59 dejará de existir. Nadie quiere cargar con el fin del mundo en la conciencia, aunque se trate de un mundo virtual.
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    No importa si el deseo de quedarse lo inspira la amistad o la rivalidad, parece que es la sensación de formar parte de una comunidad lo que hace que la gente siga jugando a Meridian 59. Samantha K. tiene veintisiete años, vive en Oregón y quiere conservar el anonimato para que sus amigos de la vida real no conozcan su identidad virtual. Fueron sus padres quienes le descubrieron el juego. En los últimos años ha probado algunos de los MMOG más recientes, pero siempre acaba volviendo a Meridian 59.

    –Con los otros juegos me lo pasaba bien –dice–, pero los mundos eran tan inmensos que costaba conocer a alguien. No sabía si podía fiarme de los demás. Siempre vuelvo a Meridian 59 porque la población es reducida: conozco el juego y conozco a la gente.

    Los incondicionales de Meridian 59, además, no solo siguen jugando por obligación social, sino por triste necesidad: si todo el mundo se marchase ya no habría razón para conservar los servidores en funcionamiento.

    –No te podías ir, de verdad –dice Matt Dymerski, un escritor de Ohio y uno de los residentes más conocidos del juego–. El juego te necesitaba. Todos tus amigos te necesitaban. Si no aparecíamos por allí, el juego se moría.
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    decisión colectiva de quedarse, se han establecido conjuntamente en un juego que, a los ojos del forastero, resulta poco acogedor y técnicamente tosco.

    –A lo largo de los años he intentado dejar el juego muchas veces –cuenta Tim Trude, un hombre de treinta y tres años de Baton Rouge (Louisiana), que empezó a jugar cuando tenía quince años–, pero siempre acabo por volver. He crecido con algunas de esas personas, llevamos toda una vida siendo amigos o enemigos.

    Las relaciones son, pues, uno de los factores clave que anclan a una persona a un lugar, pero en Meridian 59 es el conflicto lo que ata a muchos de los que se quedaron. A diferencia de la mayoría de los MMOG contemporáneos, Meridian 59 se centra en los duelos. Los jugadores pueden atacarse entre sí sin provocación previa y quedarse con las pertenencias de sus oponentes si consiguen derrotarlos. En estos combates se juegan mucho.

    –En la mayoría de los MMOG más recientes la muerte no es más que la molestia de aparecer de nuevo en un punto cercano –me cuenta Andrew Kirmse, que en la actualidad es un distinguido ingeniero de Google–. En Meridian 59, la muerte tiene consecuencias reales, así que la gente tiene que asociarse en clanes para protegerse. Se crean lazos sentimentales tanto con los amigos como con los enemigos. Crecimos con juegos en los que morir era apenas el final de la partida, «game over». Igual que en la vida real, sentíamos que un poco de riesgo vuelve las cosas más interesantes. Si no se arriesga nada, los combates no tienen ningún sentido.
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    En su versión beta pública se registraron más de veinticinco mil personas y los creadores vendieron el juego a la ya extinta 3DO Company por cinco millones de dólares en acciones. Meridian 59 creó escuela, pero no tuvo tanto éxito como sus sucesores. En 2001, 3DO Company sufrió problemas económicos y revendió los derechos a dos de los desarrolladores de la casa. Estos lo mantuvieron comercialmente hasta 2009, pero siempre tuvo un público muy limitado.

    Hoy, dos décadas después del lanzamiento de Meridian 59, las calles de Barloque están tranquilas, sus adoquines pulidos y alisados por poco más que una brisa digital. Es raro que veinte personas de cualquier lugar del mundo se encuentren en línea al mismo tiempo. Los jugadores fueron abandonando los servidores de Meridian 59 con cada lanzamiento de un nuevo MMOG, como World of Warcraft (juego que, en su época de mayor popularidad, contaba con más de doce millones de habitantes); un éxodo alentado, como ocurre con tantas migraciones, por la promesa de una vida más interesante, con mayores oportunidades: con nuevas clases de monstruos contra los que combatir, tal vez, o con espadas más grandes y conjuros más auténticos. La sensación de pertenencia a un grupo es lo que hace que la gente permanezca en un lugar, pero si el resto del grupo se marcha, esa sensación desaparece con ellos y ya no hay motivo para quedarse.

    Sin embargo, todavía queda en Meridian 59 un puñado de residentes leales. Personas que creen haber invertido demasiado en aquel mundo para abandonarlo y, en su
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    Con independencia de los objetivos y las creencias de cada una de las personas que han utilizado la etiqueta, Gamergate fue (y sigue siendo) la expresión de una historia que cierto sector de los aficionados a los videojuegos ha decidido tragarse: que las críticas e ideas progresistas podrían hacer cambiar o desaparecer el tipo de juegos que más disfrutan, y que los autores y los periodistas especializados coordinan su mensaje y lo sesgan para conseguir ese objetivo. Se trata, pues, de un movimiento que planta sus raíces en la desconfianza y el miedo.

    Para quienes sienten que han encontrado su comunidad en los videojuegos, el recelo es que la crítica sea el primer paso hacia la censura. Temen que los juegos que tanto han significado para ellos se modifiquen. Hay quien piensa que Sarkeesian, al criticar la representación misógina de las mujeres en los juegos, también acusa de misoginia a quienes disfrutan de ellos. Algunos se creen una minoría oprimida.
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    De momento, sin embargo, se sigue hablando de gamers, con muy poca honradez, en referencia a una supuesta tribu urbana muy bien caracterizada, y eventos como el E3 no hacen más que reforzar esa falsa imagen. ¿Quién sale ganando con la perpetuación de este estereotipo? Hay quien afirma que los beneficiados son los fabricantes y distribuidores de juegos, que de este modo pueden dirigir sus campañas publicitarias a un grupo grande y bien acotado («Esto es para vosotros, jugadores», decía, por ejemplo, el anuncio de la consola PlayStation 4, de Sony), pero esa afirmación no es del todo exacta: no hay más que ver los inmensos esfuerzos que hace Nintendo para llegar a personas que no pertenecen al grupo demográfico tradicionalmente identificado con los jugadores, como, por ejemplo, las inserciones publicitarias en revistas especializadas en la tercera edad, y cuyo objetivo es atraer a jubilados y octogenarios.
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