La melancolía también tiñe las expresiones del segundo tipo de suicidio durkheimiano: el suicidio altruista. Este tipo de autosacrificio es fruto de una individuación insuficiente, pero tiene en común con el suicidio egoísta la tristeza: «Mientras que el egoísta es triste porque no ve nada real en el mundo más que al individuo, la tristeza del altruista intemperante viene, al contrario, de que el individuo le parece despojado de toda realidad».51 La melancolía del primero es un sentimiento incurable de lasitud y de abatimiento triste; la del segundo, en contraste, está hecha de esperanza, ya que considera que más allá de esta vida tediosa se abren perspectivas más bellas. El tercer tipo de suicidio es, en realidad, muy similar al primero: es el suicidio anómico de aquellas personas cuya actividad se desregula; mientras
que en el suicidio egoísta hay una cierta ausencia de actividad colectiva, que parece quitarle sentido a la vida, el individuo anómico no encuentra freno social a sus pasiones y sufre porque su actividad está desorganizada. Durkheim dibuja una especie de humoralismo sociológico que asimila los tipos de suicidio a tres «corrientes» que circulan por el cuerpo social: el egoísmo («melancolía lánguida»), el altruismo («renuncia activa») y la anomia («lasitud exasperada»).52 No se trata de metáforas, sino de «fuerzas colectivas» que empujan a los hombres a matarse: verdaderas fuerzas morales que se combinan y se atemperan mutuamente. Cuando se logra un equilibrio entre ellas, se atenúan las tendencias suicidas; pero lo que llama la «hipercivilización» aumenta las fuerzas egoístas y anómicas, «afina los sistemas nerviosos», los vuelve excesivamente delicados y, por ello, reacios a la disciplina, accesibles a la irritación violenta o a la depresión exagerada. En contraste a los refinamientos supercivilizados, una cultura primitiva, grosera y ruda implica un altruismo excesivo y una insensibilidad que facilitan la renuncia a la vida.53