En el año 1888 el señor Von Pasenow tenía setenta años y había personas que, al verlo acercarse por las calles de Berlín, experimentaban una extraña e inexplicable sensación de desagrado, y llegaban incluso a afirmar, en su desagrado, que debía tratarse de un viejo malvado. Pequeño pero de correctas proporciones, ni esmirriado, ni gordinflón: estaba muy bien proporcionado, y la chistera con que solía cubrirse en Berlín no resultaba en absoluto ridícula. Llevaba la barba a lo káiser Guillermo I, aunque más corta, y en sus mejillas no se veía rastro de la blanca pelusa que daba al monarca su aspecto campechano; incluso su cabello, casi sin claros, mostraba solo algunas hebras blancas; a pesar de sus setenta años había conservado el rubio de su juventud, aquel rubio rojizo que recuerda la paja enmohecida y que en realidad no sienta bien a un hombre viejo, al que uno prefiere imaginar con cabello más digno.