El quinetoscopio estaba diseñado para ver películas de manera individual: cada espectador observaba por turnos a través de una mirilla el interior del aparato, donde se reproducían las imágenes. Fiel a su fama de inventor avaricioso, Edison esperaba maximizar las ganancias con proyecciones individuales, convencido de que las colectivas serían mucho menos rentables. En cambio, los hermanos Lumière intuyeron que el potencial cultural de las salas de cine como espacios de congregación era tan importante como la fantasía ilusionista de las imágenes en movimiento. Apenas existe relación entre ambos inventos: al revertir la autonomía del quinetoscopio, que funcionaba a plena luz del día y en cualquier lugar, el gran acierto de los Lumière fue introducir a los espectadores en una extravagante cámara sensorial destinada a convertirse en el epicentro de una transformación global del ocio y la cultura, un auténtico laboratorio de nuevas formas de mirar. Más que el cinematógrafo, su gran invento fue el espectador de cine.