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Alisa Ganièva

  • Talia Garzaje citiralaprošle godine
    Wai, en frente de nosotros vive una de esas segundas mujeres
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    Después de servir el vino, un kagor de Kizliar, todos brindaron: el alto Yusup, el calvo Kerim, el fornido Maga y el enjuto Anvar
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    Emborracharse es haram, estoy de acuerdo, pero el kagor es un poema. Mira qué aroma, mira qué sabor. ¡Es pura medicina, este vino! De niño mi madre me daba un poco de buzá. Va bien para el corazón, me decía.
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    Pareció que Dibir iba a objetar algo, pero al final, fiel a su costumbre, no dijo nada. Contemplaba absorto la mesa de al lado, en la que reposaba una estatuilla de metal: una cabra bezoar.
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    –¿Qué Usmán?
    –¿Cómo que «qué Usmán»? –lo imitó Kerim, sin dejar de mover el tenedor para pinchar comida–. El mismo que ahora se ha vuelto santo, el jeque Usmán. Cuando lo echaron de la universidad, primero estuvo mucho tiempo trabajando de soldador, luego se puso a vender una especie de gorros. Y ahora hay quien acude a él a pedirle baraca, la bendición.
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    Zumrud! –gritó entonces Yusup, presintiendo la discusión que se avecinaba–. ¡Trae el chudú!
    De la cocina llegó un gran estruendo. Dibir no le quitaba el ojo de encima a Kerim, que seguía devorando berenjenas como si nada. Luego Dibir musitó la basmala y también él se sirvió verduras en el plato. Entraron las mujeres con dos bandejas humeantes.
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    Se oyó que en la casa afinaban un pandur. Maga sacó el móvil y se sentó en cuclillas
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    «Es curioso –pensó Anvar–. Para mí, que estoy fuera de la casa, es evidente el vínculo entre la noche y la música, pero para el que toca o come ahora dentro, no.»
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    –¿Has oído hablar de Rojel-Meer? Es un pueblo encantado. ¡Una montaña festiva! Unas veces se ve y otras no.
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    Anvar entró en la casa. Al lado de la mesa se erguía Yusup, que entonaba una canción popular a la vez que pellizcaba las dos cuerdas de nailon del pandur. Kerim acompañaba su canto con muecas y exclamaciones: «¡Ay!», «¡Uy!», «¡Hombre!» y otras cosas por el estilo. Gulia estaba recostada en el sofá, con las mejillas encendidas. Dibir, absorto en sus pensamientos, se miraba el dedo vendado. Sin hacer apenas ruido, Zumrud chasqueaba sus dedos finos, de los que se desprendía polvo de harina, y con los ojos entrecerrados se dejaba llevar por el flujo de la melodía.
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