Manuel Valdivieso

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    Aunque me parece que debo decir intentaba, ya que el profesor que teníamos solía darnos la espalda para clavarse él solo en el tablero, sin tener siquiera la vaga intención de explicarnos las razones por las cuales había decidido poner este signo aquí u este otro allá. Al terminar, se alejaba del tablero y nos pedía verificar la respuesta en el álgebra de Baldor. Casi nunca resolvía el problema correctamente y, si era este el caso, se ponía la mano en la barbilla y decía, convencido de que no había sido él el único culpable.
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    Mis compañeros, a pesar de la lucidez expuesta por su parte, lo abuchean. A mí, por el contrario, me dan ganas de ponerme de pie para felicitarlo. En medio de la algarabía, uno de los muchachos, excitado por la situación, lanza un borrador que le da justo en el labio a Emilio. Él, inmediatamente, lo mira a los ojos. Todos ríen, menos yo. Emilio vuelve a su puesto con lentitud después de haber recibido la aprobación del profesor, y se sienta, siempre atento a los movimientos del atacante, como si quisiera mantenerlo a raya.
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    Pero después del toque, cuando ya me he puesto de pie para caminar hasta él, Emilio avanza hacia el chico del borrador, lo coge del cuello de la camisa y lo arroja al suelo, gastando la mínima cantidad de energía posible, dejando en claro que para la próxima oportunidad invertirá un poco más
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    Uno de mis compañeros, quien me parece no ha estado el día anterior para presenciar lo ocurrido en clase de matemáticas –no encuentro otra razón para justificar lo que hace–, y que también ha sido sorprendido por la cantidad de vellos que nacen del cuerpo de Emilio, le inventa un apodo. El chico se lo grita a Emilio mientras subimos las escaleras para volver al salón, ante la risa y las burlas de los demás. Algo en la mirada de Emilio se transforma y así como hiciera el día anterior con el primer agresor, se desquita. Mientras el chico que ha ideado el apodo vocifera y ríe entre los de su grupo, Emilio se acerca por detrás y le baja los pantalones, calzoncillos incluidos, de un solo tirón. De manera que todos podemos ver sus genitales imberbes. Y no es que yo tenga vellos y creo que muchos de mis compañeros de curso tampoco, pero entre nosotros se ha convertido la ausencia de ellos en un signo de virginidad e inmadurez.
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    Como sus nuevos amigos eran los mismos que se excedían conmigo lanzándome al suelo o burlándose o llamándome marica, entonces creí que Emilio, como por ósmosis, adoptaría esa actitud frente a mí, ahora que había decidido estar con ellos.
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    En fin, hacía un año que salía con la misma mujer y todavía no había sido capaz ni siquiera de tocar uno de sus senos. Por esta razón, la mañana del día en que tuvo lugar lo que decidí llamar “el incidente de la película”, yo había vuelto a soñar con ella.
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    hacerlo antes de salir a la calle, así no tenga muchas ganas o así no tenga ningún tipo de ganas. El erotismo del sueño no solo me hizo olvidar el casete, también me hizo titubear acerca de si me había limpiado el culo o no. No me presté mucha atención, ya que a menudo solía ocurrirme lo mismo y al final siempre llegaba a la conclusión de que sí lo había hecho y que las vacilaciones eran trampas que me interponía el cerebro para atormentarme
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