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Tara Westover

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    Ejercer de comadrona cambió a mi madre. Pese a ser una mujer adulta con siete hijos, por primera vez en su vida era, sin objeciones ni salvedades, quien estaba al mando. En los días posteriores a un parto, en ocasiones percibía en ella parte de la fuerte presencia de Judy, ya fuera en el brío con que volvía la cabeza o en el arco imperioso de una ceja. Dejó de llevar maquillaje, y más tarde dejó de disculparse por no llevarlo.
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    Sucede en algunas familias: hay un hijo que no encaja, que no sigue el compás, que tiene el metrónomo puesto para otra melodía. En la nuestra era Tyler. Él bailaba un vals mientras los demás saltábamos en una giga; él era sordo a la música estridente de nuestra vida y nosotros éramos sordos a la serena polifonía de la suya.
    A Tyler le gustaban los libros, le gustaba el silencio. Le gustaba organizar, ordenar y etiquetar.
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    Ocurriría muchos años antes de que yo comprendiera lo que su marcha le había costado y lo poco que él sabía de adónde se dirigía. Tony y Shawn se habían ido de la montaña para hacer lo que mi padre les había enseñado: conducir camiones, soldar, desguazar. Tyler se lanzó al vacío. Ignoro por qué lo hizo y él tampoco lo sabe. No acierta a explicar de dónde salió esa convicción y cómo ardió lo suficiente para que su brillo se abriera paso en la negra incertidumbre. Yo siempre he supuesto que fue la música que tenía en la cabeza, una canción esperanzada que los demás no oíamos; la misma melodía secreta que tarareaba cuando compró el libro de trigonometría y cuando guardaba las virutas de lápiz.
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    Cuando llegó a la casa el dolor era pulsátil, atroz, y disolvía cualquier pensamiento.
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    Visto en perspectiva, me doy cuenta de que esa fue mi educación, la importante: las horas que pasé sentada a un escritorio prestado esforzándome por descomponer y analizar las rígidas corrientes de la doctrina mormona a imitación del hermano que me había abandonado. Estaba adquiriendo una aptitud fundamental: la paciencia para leer lo que aún no entendía.
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    En mí actuaba un instinto, una intuición adquirida.
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    Nunca había visto ese aspecto de mi padre, pero en el futuro lo vería en innumerables ocasiones: cada vez que cantara. Por muchas horas que hubiera trabajado en el desguace, jamás estaba tan cansado que no quisiera conducir hasta la otra punta del valle para oírme. Por muy grande que fuera su animadversión hacia socialistas como Papa Jay, nunca era tan grande para que, al oírlos alabar mi voz, le impidiera dejar a un lado su formidable batalla contra los Illuminati durante el tiempo necesario para decir: «Sí, Dios nos ha bendecido, somos muy dichosos». Era como si al oírme cantar se olvidara por un momento de que el mundo era un lugar aterrador, que podía corromperme; de que había que tenerme a buen recaudo, protegida, en casa. Quería que mi voz se oyera.
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    Me fijé en el desenfado con que bromeaban e imaginé una realidad alternativa en la que yo formaba parte del grupo. Imaginé que Charles me invitaba a su casa, a jugar o a ver una película, y me inundó una sensación de alegría. En cambio, cuando imaginé a Charles visitando Buck’s Peak experimenté algo parecido al pánico. ¿Y si encontraba la despensa subterránea? ¿Y si descubría el depósito de gasolina? De pronto entendí, por fin, para qué era el fusil.
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    Me pareció más pequeño de lo que lo había visto aquella mañana. La decepción que reflejaban sus rasgos era tan infantil que por un momento me pregunté por qué Dios le había negado eso. A él, un siervo fiel, que sufría de buen grado, del mismo modo que Noé había sufrido de buen grado para construir el arca.
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    Me puse en pie, eché el cerrojo del cuarto de baño sin hacer ruido y observé en el espejo a la chica que se agarraba la muñeca. Tenía los ojos vidriosos y le caían gotas por las mejillas. La odié por su debilidad, por tener un corazón que destrozar. Que él pudiera hacerle daño, que alguien pudiera hacerle daño de esa manera, era imperdonable.
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