Martha Asunción Alonso

No es un nombre asante. Yao se lo inventó para dejar así bien claro que yo era hija de su voluntad y también de su imaginación. Hija de su amor.

Era un padre, un salvador, ¡un refugio!

—Dinos, ¿cuándo vendrás con nosotros? ¡No tardes, padre! En verdad, la muerte es la mejor parte de la vida.

Se decía. Se contaba. Se inventaba. Y el aire se llenó de un gran murmullo de palabras tenaces y suaves como las olas del mar.

Los muertos solo mueren si dejamos que perezcan en nuestros corazones. Pero mientras sigamos queriéndolos y respetando su memoria, mientras continuemos depositando sobre sus tumbas sus guisos preferidos, y nos retiremos periódicamente para honrarlos, mientras hagamos todo eso, seguirán con vida. Estarán ahí, a nuestro alrededor, por todas partes, sedientos de recuerdos y de cariño. Solo bastarán un par de palabras para invocar su presencia y sentir el abrazo urgente de sus cuerpos invisibles, siempre impacientes por sernos útiles

La desdicha, como la felicidad, es una costumbre que adquirimos al nacer y de la que nunca podemos deshacernos

¿Existe en la Tierra algún lugar amable con las mujeres solas?

¿Qué hacer con el pasado? Es un cadáver del que cuesta deshacerse. ¿Debemos embalsamarlo, conservarlo idealizado y permitir que dirija nuestro destino? ¿Debemos enterrarlo sin honores, deprisa y corriendo, para así olvidarlo por completo? ¿Debemos metamorfosearlo?

Quise rezar, pero mi alma no respondió.

—¿Por qué nosotros somos los esclavos y ellos los amos?

—¿Por qué hay un solo Dios? ¿No debería existir uno para los esclavos y otro para los amos?