Mónica Rodríguez Suárez

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    Soy un dios alojado en el cuerpo de un toro
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    Vaslav Nijinsky apenas conoció a la condesa húngara y aprendiz de bailarina en una ocasión en el barco. No hablaban el mismo idioma. Sin embargo, una noche, cuando la cubierta estaba vacía, se acercó a ella y le dijo: Mademoiselle, voulez-vou, vous et moi?, y señaló el dedo anular de su mano izquierda simulando ponerle un anillo. Después se sentaron en dos hamacas y el silencio y el cielo estrellado, la mar inacabable, los envolvieron como si estuvieran enamorados. Cuando llegaron a Buenos Aires se casaron.
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    La mente de Nijinsky era oscura, enigmática. Incomprensible. En ella anidaban la venganza y la cobardía. La rebelión y la locura. El genio y la imbecilidad. O acaso ninguna de ellas.
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    Pero Rómola le amaba. Obsesivamente, excesivamente. Amaba al bailarín, no al hombre. Al hombre no lo conocía. Amaba a la celebridad, a la estrella, al extraordinario intérprete que habitaba en su cuerpo de toro, en su mirada turbadora. Y quién era aquel hombre cuando dejaba de bailar. Qué era. Y a quién de los dos, al hombre o al genio, si acaso podían separarse, amaba Serguéi Diághilev. El todopoderoso Serguéi, que entró en cólera y expulsó del Ballet a Vaslav cuando se enteró de su boda. Se había quedado sin su amante a causa de su terror al mar. Una gitana le había predicho que moriría ahogado en un naufragio. Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Náufrago del amor. Si acaso era amor eso que sentía.
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    El libro de Rómola Nijinsky tiene una hoja seca en la página 51. Una hoja de arce, palmeada, con sus venas rojas, sus lóbulos y sus bordes dentados.
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    ¿Sabes? Después de diez años sin verse, Nijinsky y su padre se reencuentran y bailan el uno para el otro. Imagínate qué momento. Lo cuenta Rómola Nijinsky en su biografía. ¿Has visto el libro? Te lo dejé en tu mesita de noche.
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    Entonces Vaslav sonrió, su sonrisa irresistible, encantadora, dice Rómola, escribe Rómola, su encantadora sonrisa irresistible. Sí, agradecido por su herencia, aquel cuerpo que era el cuerpo de un toro, y soy un dios alojado en el cuerpo de un toro, papá.

    –Tienes que bailar para mí, Vatsa, hijo.

    –Y tú para mí.

    Y eso hicieron, bailaron el uno para el otro.

    Vaslav admiró los pasos imposibles de su padre, sus saltos prodigiosos que él había heredado.

    –Eres un gran bailarín.

    Foma se echó a reír. Se atusó el bigote. Aún tenía reminiscencias en la pierna que se había roto y que le había alejado de los escenarios durante meses.
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    En su maleta, una carta de Bronislava para su padre. Iba a pasar una semana con él, pero Bronia asegura que solo estuvo un día. Thomas Nijinsky quería que cenasen con su amante Rumiantseva, que Vaslav la conociera. Con ella tenía una hija: Marina. Él le echó en cara su abandono, el dolor de su madre, la miseria a la que los arrojó al huir, al no enviar dinero. No quería conocer a la mujer causante de su desgracia. Discutieron. Encendido, con los ojos más achinados que nunca, como dos animales indomables, salió de aquel restaurante en que se habían citado y juró no volver a verle ni saber nunca nada más de él. En la entrada del hotel, una mujer elegante y pálida le miraba con una tímida curiosidad llena de espanto.
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    No hubo abrazo entre padre e hijo, no hubo baile, no hubo gemelos de oro con piedras semipreciosas de los Urales.

    «Gracias», dijo dócilmente Vaslav Nijinsky cuando, años después, le comunicaron la muerte de su padre, y sonrió de un modo sencillo, extraño, dulce, desalmado. Absuelto.
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    Enlaza su brazo bajo mi axila, empuja con su cuerpo. Su calor me reconforta. Me dejo invadir por esta presión suave de su piel, la licra del maillot, el olor del pelo. La siento a toda ella en este roce, concentrada, mortal, sólida.
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