vergüenza, como señaló Emmanuel Levinas, es la presencia ante nosotros mismos. No revela nuestra nada, sino todo lo contrario, revela la totalidad de nuestra existencia, nuestra extrema desnudez.2 La vergüenza surge en el momento en que uno se descubre clavado a sí mismo, en el momento en que no puede huir de sí, es la presencia irrevocable del yo en uno mismo, es la visión de nuestro ser total, en su plenitud. Lo que la lógica moral de la buena conciencia crea es una especie de «túnica» que oculta la vergüenza no solo a los demás sino también a uno mismo, una túnica que justifica y legitima el propio yo, una «túnica desculpabilizadora».