Yo no quería ver al difunto. Sentía repugnancia al imaginar aquel cuerpo reventado, incompleto, lívido, donde tuvo su albergue un alma enemiga y castigó mi mano en infausta fecha. Me perseguía el recuerdo de aquellos ojos colorados y rencorosos que me asaltaron por dondequiera, calculando si en mi cintura iba el revólver encapsulado. Aquellos ojos, ¿dónde cayeron? Colgarían de alguna breña, adheridos al frontal roto, vaciados, repulsivos y goteantes? ¿Qué sería de aquella cabeza obtusa, centro de la malicia, filtro de la venganza, cubil de la maldad y del odio? Yo la sentí crujir al choque del cuerno curvo, que le asomó por la sien opuesta, mientras el sombrero embarboquejado saltaba lejos; la vi cuando el toro, al desprenderla de la cerviz, la aventó hacia arriba, como un balón. ¿Y qué se hizo? ¿Dónde sangraba? ¿Acaso la enterraría la fiera con sus pezuñas, cuando defendiendo el cadáver trilló el barzal?