María Martín Barranco

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    El lenguaje es un factor de identidad y un sistema de símbolos que nos unen y cohesionan con la comunidad que los comparte.

    Una lengua constituye un cuerpo cambiante que se adapta para seguir cumpliendo su función y que, por más que alguien se aferre a la tradición para justificar su inmovilidad, no deja de transformarse ni un solo instante. El lenguaje no es algo acabado, cerrado, constante, invariable ni terminado.
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    Para quien recibe un mensaje, resulta molesto que este sea ambiguo, que pueda entenderse de varios modos. Un hom­­bre no tiene problemas, en general, porque salvo contadas excepciones, está incluido siempre. Una mujer tiene que deducirlo.
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    El lenguaje inclusivo pide que no se deje a la imaginación. Que si hay mujeres o niñas, se diga. Y se ha hecho siempre
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    Aunque la Nueva gramática de la lengua española nos diga que el masculino es el género no marcado y, por tanto, que sirve para nombrar lo masculino y lo femenino, y que eso no hace al español sexista, no es verdad. Aunque diga que no tiene que ver con hombres y mujeres, sino con asignaciones gramaticales independientes del sexo, no es verdad. Aunque se nos diga que decir el niño y la niña es redundante, no lo es. Es redundante lo que se nombra dos veces. Un niño y una niña no son lo mismo. Porque si fueran lo mismo, la propia existencia de las dos palabras sería redundante y atentaría contra la economía del lenguaje. ¿Para qué iba una sociedad a formar dos palabras distintas para una realidad idéntica sin que una de ellas pueda abarcar a la totalidad del conjunto, como pasa con los sinónimos? Si niño es genérico y designa al niño y a la niña, ¿por qué se sintió la necesidad de crear la palabra niña? Y una vez creada la palabra niña, ¿por qué los niños no se sintieron identificados con ella? Porque no somos lo mismo.
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    Para hacer visibles las trampas del diccionario, hace falta una lupa potente y ganas de sumergirse en quiénes somos y cómo nos concebimos a través de las palabras que usamos.
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    La economía del lenguaje no es el principio absoluto de ningún idioma, pues la propia existencia del género gramatical iría en contra de ese principio. La no ambigüedad es el eje conductor de la comunicación.
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    No digo ni mucho menos que sean todas las palabras, ni que a día de hoy eso se tenga que cambiar, invertir o eliminar. Solo muestro cómo la lengua está impregnada de sexismo. Cómo la concepción del mundo se traslada a cada estructura que creamos, incluida la gramatical. Y cómo quienes hablamos hoy podemos construir las formas que se fosilizarán mañana y que “esto es lo que hay” no es, tampoco, un argumento lingüístico.

    Eso, sin incluir aquí duales aparentes en los que sí es la sociedad, en su ser sexista, la que carga de significado las palabras. Pasa en zorro, zorra; perro, perra; golfo, golfa; lagarto, lagarta; fulano, fulana; gobernante, gobernanta; verdulero, verdulera. De vacíos léxicos en los que una actitud no tiene cabida en el otro sexo: ninfomanía, galán, caballerosidad, hombría, bonhomía, viril, frígida, calzonazos, mujerzuela, arpía o víbora. Ni de vocablos asimétricos como hombre público, mujer pública. O zu­­rrón como bolso y zurrona como ramera, prostituta, furcia o cualquiera de los más de ciento y muchos sinónimos posibles
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    Un lenguaje que no discrimine, un lenguaje realmente inclusivo, pasa por saber que hay usos comunes clasistas, racistas, sexistas, homófobos; evitándolos. Que algo sea ha­­bitual no lo hace inmediatamente aceptable. Que la lengua cambie pasa por una sociedad que cambie.
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    Tres veces, tres, cambia mi corrector de Word miembra por miembro cada vez que escribo la palabra. Después me pregunta muy amablemente: “¿Desea usted añadir miembra al diccionario?”. Oh, qué monada de corrector. Ojalá todo el mundo fuera tan amable y educado.
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    Nombrar es un acto creador; no nombrar, de aniqui­­lación.
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