Me refugio en un bosque y con la espada corto las ramas y lianas que me cierran el paso. Una mata de zarzas emerge del suelo. Sus espinas atrapan mi delantal y me arañan la piel como si fueran garras rabiosas. Por todas partes hay gigantescos árboles clavel. Tengo el tamaño de un grillo, igual que los demás.
Debe ser algo que comimos…
Muy cerca se escucha el tictac del reloj del Conejo Blanco, cada vez más fuerte, audible incluso por encima de los pasos de mil soldados naipe avanzando. Ahogándome en una nube de polvo, me hundo en la guarida de la Oruga, donde hay setas del tamaño de ruedas de camión. No tiene salida.
Una mirada a la seta más alta y me da un vuelco el corazón. El lugar donde solía estar sentada la Oruga y desde donde ofrecía sus consejos y su amistad es una gran masa de gruesas redes blancas. Algo se mueve en el centro, un rostro que se aprieta contra el translúcido envoltorio lo bastante como para que pueda distinguir la forma de sus rasgos pero sin ver detalles claros. Me acerco más, desesperada por saber quién o qué hay dentro… pero la boca del Gato de Cheshire flota junto a mí, gritando que ha perdido su cuerpo, y me distrae.
El ejército de naipes aparece en el claro y en un instante estoy rodeada. Lanzo la espada a ciegas, pero la Reina de Corazones da un paso adelante y la atrapa al vuelo. Me hinco de rodillas frente al ejército y suplico por mi vida.
No sirve de nada. Las cartas no tienen oídos. Y yo ya no tengo cabeza.