No vale llamarse a engaño. No existen sociedades anónimas, es decir, formas de vínculo social cuyos componentes humanos sean totalmente extraños unos a otros. Quizás existan espacios del anonimato, pero no puede haber seres espaciantes —permítase evocar a Heidegger— anónimos, es decir, individuos que desarrollen en esos espacios vínculos completamente desafiliados. Sólo en mera teoría nos corresponde el derecho a ser reconocidos como no reconocibles. Puede ser que existan territorios sin identidad, pero no cuerpos sin identificar, es decir, sin enclasar. Ni los espacios públicos o semipúblicos urbanos —la calle, la plaza, el vestíbulo, el parque, el transporte público, el café, la discoteca...— ni los supuestos no-lugares —aeropuerto, hotel, centro comercial...— son excepciones de ese mismo principio que establece que pensar es pensar socialmente y pensar socialmente es clasificar socialmente, es decir, aplicar sobre la realidad circundante una trama taxonómica que no tolera la ambigüedad y la neutraliza.
Nadie es un desconocido total. Hay quienes ni siquiera pueden intentar serlo.