Unos chicos, lejos del café, estaban tirando cuetes en el parque; el ruido llegaba amortiguado y el gato estaba quieto en su caja, como en una casita. El hombre pasaba la mano por la caja y pensaba: “Quién sabe si va a vivir, no, no fue buena la atención hoy... si estaba el alto de ayer... ¿Y si no vive? ¿Y si no vive? Entonces, donaría los órganos a la medicina. Ellos estudian”. Se distrajo pensando en la ciencia: ¡Qué cosa grande, con esos avances que no se pensaban hace 50 años! ¡Y cómo estudian ellos y conocen esos cuerpitos tan chiquitos! Pero de pronto pensó en Chiquito muerto y se dijo: “No, todo entero no; algunos órganos”.
–Mozo, otra copa de sidra y aceitunas.
No iba a tomar más de dos copas. A la segunda, pensó que iba a enterrar lo que quedara de Chiquito en el fondo de su casa, con una maderita chata, con el nombre inscripto. A lo mejor vive, a lo mejor no. Se le acabó el entusiasmo por la ciencia, porque pensó: “Ellos mueren sin conocer las palabras. Mueren como si no pasara nada”. Él leía siempre la sección de la página trasera del diario, donde había frases de hombres ilustres, y al morir dejaban algún consejo, algo que querían que se supiera, algo. Pero acá... no, no se podía admitir.