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Marcos Chicot

El asesinato de Sócrates

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    Esquilo, Sófocles y Eurípides se consulta el oráculo de Delfos, y que en la mayor parte de las obras algún personaje recurre a diversas prácticas adivinatorias. Como se ve en la novela, con los ejércitos viajaban adivinos y sacerdotes que realizaban los numerosos sacrificios que se requerían a lo largo de una campaña e interpretaban los fenómenos naturales que pudieran acontecer. A raíz de esas interpretaciones, los historiadores recogen numerosas decisiones que determinaron el desarrollo de la guerra, como cuando los espartanos cancelaron la invasión del Ática debido a un terremoto, o cuando en Sicilia, Nicias decidió, a causa de un eclipse de luna, que permanecerían veintisiete días más acampados en el interior del Puerto Grande de Siracusa en lugar de intentar escapar cuanto antes.
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    El joven aspirante a filósofo había declarado que dedicaría su vida a transmitir el pensamiento de Sócrates.
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    Su muerte lo ha hecho inmortal.»
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    Capítulo 110
    Atenas, junio de 399 a. C.
    «¿Dónde está Platón?»
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    Es extraño que los tres hijos de Deyanira seamos tan diferentes.» Él se parecía a su padre, Euxeno; Leónidas era como una copia de Aristón; y Perseo era igual que su madre
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    El dios de Delfos nos estaba advirtiendo con sus dos oráculos. —En los ojos de Perseo temblaban lágrimas de plata—. «Sócrates es el hombre más sabio» y «Sócrates tendrá una muerte violenta, a manos del hombre de la mirada más clara». —Las lágrimas se derramaron al cerrar los párpados—. No era yo, no se refería al color de los ojos sino a la sabiduría.

    »El hombre de la mirada más clara era el propio Sócrates
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    El verdugo abandonó la celda y al cabo de un momento regresó sosteniendo una copa entre las manos. Se acercó a Sócrates, que cogió la copa y observó su contenido.

    —Tú eres el experto en esta materia, dime qué he de hacer.

    —Después de tomar la cicuta tienes que ponerte a andar, y cuando sientas las piernas pesadas te tumbas en la cama.

    Sócrates miró de nuevo el contenido y elevó la copa.

    —Que los dioses bendigan mi viaje y lo hagan dichoso.

    Se llevó la copa a los labios, la inclinó y comenzó a tragar el veneno. Sus discípulos se estremecieron y rompieron a llorar
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    Sócrates continuó bebiendo hasta apurar la última gota de cicuta.

    —¿Qué hacéis, amigos míos? —Le entregó la copa al verdugo—. ¿No habéis oído decir que es preciso morir oyendo buenas palabras? Vamos, mostrad mayor firmeza.

    Algunos consiguieron contenerse, otros se dieron la vuelta y siguieron llorando. Sócrates empezó a caminar pausadamente de un extremo a otro de la celda. Sus discípulos se apartaron para no entorpecerlo, excepto Critón, que se puso a caminar a su lado derramando lágrimas silenciosas.

    Sócrates continuó andando hasta que de pronto le fallaron las rodillas. Critón se apresuró a sostenerlo y lo acompañó con cuidado hasta el lecho, donde su amigo se tendió boca arriba. El verdugo esperó un momento y presionó uno de los pies del filósofo.

    —¿Sientes esto?

    —No.

    Esperó un poco más y le apretó por encima de la rodilla.

    —¿Notas algo?

    —No siento nada.

    El verdugo miró a Critón.

    —Cuando llegue al corazón, Sócrates dejará de existir.

    Critón contempló aterrado el rostro de su amigo, que miraba ensimismado hacia el techo de la celda. Poco después, Sócrates intentó mover los brazos sin conseguirlo y desvió la mirada hacia Critón.

    —Es mejor que me cubráis —dijo con suavidad.

    Colocaron la sábana por encima de su cabeza, tan sólo asomaban algunos cabellos blancos. Al cabo de un momento, su cuerpo se agitó con una breve convulsión.

    Critón apartó la sábana y fue incapaz de reprimir un sollozo.

    Alargando la mano, cerró los ojos sin vida de Sócrates.
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    todo hombre que durante su vida ha renunciado a los placeres del cuerpo, que sólo se ha entregado al placer de la adquisición y el disfrute del conocimiento, y que ha puesto en su alma los adornos que le son propios, como la templanza, la verdad y la justicia; semejante hombre debe esperar con tranquilidad la hora de su partida, y estar siempre dispuesto para cuando el destino lo llame
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    Apenas hubo entrado, apareció el verdugo.

    —Sócrates, ha llegado la hora.

    Los discípulos se quedaron helados al escuchar aquellas palabras, pero el filósofo respondió sin alterar su tono tranquilo:

    —De acuerdo, cumple tu cometido, estoy preparado
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