Nuestra Señora De La Soledad

Y el último pensamiento que me asalta antes de lograr la comunicación con Chile se refiere a la rabia. Los que rodearon a C.L. Ávila desestimaron un elemento tan crucial. Si llegaron a pensar que ella se había sometido, no leyeron a tiempo las diferentes y variadas expresiones que puede tener la rabia. Porque se necesita una buena dosis de ella para entrar en acción. Ningún rediseño nace de la pasividad. Los actos límites nunca se cometen a partir de la ensoñación o el simple aburrimiento.

Estos días me han permitido reflexionar largamente sobre un tema al que mi educación estrecha y sexista evitó que le diese la debida importancia: el dinero. He observado que la relación de las mujeres con aquel vital elemento es oscura, solapada, negadora. Como si nunca terminara de asumirse. Si hoy yo quisiese cambiar mi vida radicalmente no tendría la más mínima posibilidad de llevarlo a cabo. Pero si tuviese los medios… ¿qué libertad me otorgaría?

Uno de los temores que me produce envejecer es la idea de que no seré capaz de procurarme el placer al que tanto he aspirado para el momento en que deje de trabajar. Y mirando hacia el espacio que esta enigmática mujer ha creado para sí misma, cortando como opción con toda una vida para buscar otra que la contente, pienso que ella sí es capaz de procurarse ese placer, por lo tanto, está salvada

A veces pienso que a los hijos se les engendra entre dos para no aburrir al prójimo con esa materia, para que el fanatismo de tal conversación pueda compartirse con otro a quien le signifique lo mismo.

Algo debo tener escondido adentro, clamaba en sus momentos de lucidez, todos tienen algo escondido, el desafío es encontrarlo, luego sacarlo; si no lo hago, pasaré mi vida entera enojada.

Algo debo tener escondido adentro, clamaba en sus momentos de lucidez, todos tienen algo escondido, el desafío es encontrarlo, luego sacarlo; si no lo hago, pasaré mi vida entera enojada

Al llegar me dio un gran placer comprobar que algo no ha cambiado en esta ciudad, tan experta en tragarse todos los recuerdos.

La única fisura seria en ella era la falta de coincidencia de su tiempo interno con el tiempo externo. Una fisura feroz, claro, y se agigantaba día a día. Pero, dime, Rosa… ¿no crees tú que si esa fuese una razón para quitarse la vida, este país nuestro estaría bastante despoblado…?

Temiendo que nunca más llegase a manos de sus lectores un nuevo título, un súbito pavor me golpeó: que de alguna forma eso dependiera de mí. Pienso en sus editores incrédulos, en su agente literaria al borde del desgarro, en los libreros desesperados, en los lectores de duelo, lanzando mandatos irracionales sobre las autoridades para que les devuelvan lo que es de ellos, como si C. L. Ávila les perteneciera. Todo un engranaje del mercado en desgobierno: atónito y acechante. Y yo, Rosa Alvallay, entre todas las personas que habitan el universo, yo me he ofrecido para responsabilizarme. ¿Es que me volví loca?

El autobús de vuelta a casa apestaba. Era el calor. Sentía las manos y el cuello pegajosos. Hasta la entrepierna, perfectamente cubierta por los pliegues del lino azul, transpiraba. No, no era culpa del sobrepeso, era este calor atroz… Y sentí por primera vez un atisbo de comprensión hacia el personaje de Camus en El extranjero que termina matando a un hombre porque sentía demasiado calor.