Atribuir vida a los objetos sería entonces un necesario recurso defensivo, una más de las muchas herramientas con las que la imaginación nos permite lidiar con dos extremos de la realidad, antagónicos aunque parejamente aterradores: lo inexplicable y lo excesivamente razonable.
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Evasión, juego o ambas cosas a la vez, el animismo contemporáneo nos devuelve a un pesadillesco País de las Maravillas donde los objetos se dicen nuestros amigos exigiéndonos que los comamos, los bebamos o los compremos.
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Hallar vida en un objeto inanimado es más que una indulgente contravención a los mandatos de la lógica: es la expresión espontánea y necesaria del pasmo que produce la consciencia de nuestra propia finitud, nuestra pírrica rebelión contra el hecho ineluctable de que también nosotros terminaremos por ser cadáveres, pura materia inanimada.
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Cuando de animar las cosas se trata, los hombres preferimos hacerlo con dioses a nuestra imagen y semejanza, pero siempre con la convicción de que esos dioses, de una forma u otra, deben estar locos.
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los calcetines perdidos, sentenció alguno de los presentes, se transforman en perchas para ropa.
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Jugamos a creer que las cosas están vivas para no reconocer que la vitalidad que les insuflamos no las hace más benévolas para la convivencia ni la supervivencia de nuestra especie.
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Preferir el misterio o entregarse al pensamiento mágico siguen siendo nuestro salvoconducto para lidiar con dos verdades innegables: primero, que este mundo es todavía incomprensible y, segundo, que conviene a nuestro bienestar que siga siéndolo.
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sujeto que roba compulsivamente encendedores es de alguna forma controlado por el objeto.
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la errancia de los encendedores se debe a una suerte de patología: una cleptomanía inocua aunque pandémica bautizada con el sugerente nombre de latrocinio pirómano.