Aricia se contempla en el espejo, solo ve la imagen de una mujer algo cansada, con esas ojeras que ha heredado de una larga línea sucesoria de mujeres que padecían insomnio. Al mirarse, Aricia reconoce esa imagen que siempre estuvo ahí, en un rincón de su memoria, la imagen del cuello intacto, de la cabeza pegada a la tierra, es decir, pegada a esa tierra que es para una cabeza el cuello de su portadora.