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Augusto Monterroso

Obras completas

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    Traducida a varios idiomas, la obra de Augusto Monterroso incluye títulos como El concierto y el eclipse (1947), Uno de cada tres y El centenario (1952), Obras completas y otros cuentos (1959), La Oveja Negra y demás fábulas (1969), Movimiento perpetuo (1969), Animales y hombres (1971), Antología personal (1975), Lo demás es silencio (1978), Las ilusiones perdidas (1985), Esa fauna (1992) o La vaca (1998).

    Una aproximación directa a su persona ofrece la colección de entrevistas Viaje al centro de la fábula (1981); en 1993 publicó Los buscadores de oro, libro de memorias
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    En adelante la curiosidad de los reyes europeos elevó sus ingresos. En poco tiempo llegó a ser uno de los gigantes más ricos del Continente, y su fama se extendió incluso entre los patagones y los yaquis y los etíopes. En aquella revista que Rubén Darío dirigía en París pueden ver dos o tres fotografías de Orest, sonriente al lado de las más encumbradas personalidades de entonces; documentos gráficos que el alto poeta publicó en el décimo aniversario de la muerte del artista, a manera de homenaje tan merecido como póstumo.
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    Anhelaba hacer de su obra una sutil mezcla de Moby Dick, La comedia humana y En busca del tiempo perdido.
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    Pronto se dio cuenta, empero, de que era mucho más fácil encontrar los temas que desarrollarlos y darles forma. Entonces se dijo que lo que le faltaba era cultura y se puso a leer con furia todo lo que caía en sus manos; pero principalmente lo que se refería a perros. Algún tiempo después se sintió más o menos seguro. Preparó una buena cantidad de papel, ordenó silencio en toda la casa, se puso una visera verde para preservar los ojos de la nociva luz eléctrica, limpió su estilográfica, se acomodó en la silla lo mejor que pudo, se mordió las uñas, contempló con inteligencia una parte del cielo raso, y despacio, interrumpido tan sólo por los latidos de su corazón emocionado, escribió
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    Mejor voy a borrar todo lo que escribí hoy pues eso no es aventura, hoy no me pasó ninguna aventura.

    Así había nacido su vocación de escritor.
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    No soy escritor. Es más, no quiero serlo». Por otra parte, tenía un compromiso consigo mismo y ya era inaplazable que le demostrara a Leopoldo Ralón que su vocación no era equivocada, que sí era escritor, y lo que era más, que sí quería serlo. Entonces fue cuando por primera vez pensó relatar la forma en que se determinó su entrada en la república literaria. Había acudido a su diario, y leído:

    Martes 12

    Hoy me levanté temprano, peno no me sucedió nada.

    Miércoles 13

    Anoche dormí toda la noche. Cuando me levanté estaba yoviendo, así que no tengo aventuras que anotar en mi querido diario. Solamente que como a las siete hubo temblor y todos salimos a la calle corriendo, pero como también hoy estaba lloviendo, nos mojamos un poco. Ahora, querido diario, te diga hasta mañana.

    Viernes 15

    Ayer se me olvidó apuntar mis aventuras, pero como no tuve ninguna aventura no importa. Ojalá que mañana consiga los cincuenta centavos, pues quiero ver una película que dicen que está muy bonita y el bandido muere al final buenas noches.

    Sábado 16

    Hoy en la mañana salí con un libro debajo del brazo para venderlo, a ver si así conseguía los cincuenta c. Ya hiba llegando cuando me encontré con don Jacinto, el señor que vibe aquí, y me dio mucha vergüenza porque él lee mucho, esto sí lo voy a poner porque es una aventura, cuando me vio el libro me dijo conque le gusta la literatura. A mí me dio mucha vergüenza y le dije «sí». Entonces me siguió preguntando y yo le seguí contestando. ¿Y le gusta escribir amiguito? Yo le dije sí todo el tiempo me estoy escribiendo. Y qué escribe poesías o cuentos. Cuentos. Me gustaría ver halgunos. Pero no, son muy malos apenas estoy empesando. Déjese de cosas no sea modesto, he notado en usted mucho talento y desde hace mucho tiempo lo vengo observando como que escribe mucho. Yo le dije que un poquito. ¿Cuándo me enseña uno? Cuando termine el que estoy haciendo. Debe ser muy bonito; está un poco regular. «Hoy mismo les contaré a todos en la mesa que entre nosotros hay un gran escritor innorado, a la hora de comer les dijo a todos en la mesa que yo era un escritor innorado» y a mí me dio mucha vergüenza y dije sí. Mañana voy a empesar a escribir un cuento, es fácil sólo tengo que imaginar una cosa y escribirla. Después la voy a pasar en limpio. No pude ver la película pero Juan me la contó toda desde la mitad porque llegó tarde, me dijo que al bandido lo matan al final.
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    Dudó con desagrado de si este tema, como le sucediera en otras ocasiones, no habría sido usado ya por otros cuentistas, cosa que anularía de golpe sus esfuerzos de tantos años; pero se consoló con la idea de que aun cuando ese cuento ya hubiese sido escrito, nada le impedía escribirlo otra vez, a la manera de Shakespeare o León Felipe, quienes, como todos saben, tomaban asuntos de otros autores, los rehacían, les comunicaban su aliento personal y los convertían en tragedias de primer orden. Consideró que, de todos modos, había avanzado ya demasiado para resultar ahora desistiéndose, después de tan largos años de continua labor. Hacía poco que comprobara, no sin amargura, que sus vecinos se permitían cambiar miradas de inteligencia cada vez que él anunciaba que estaba escribiendo un cuento. Ya verían ellos si no lo estaba escribiendo. ¿Y no tendrían razón?, se sonrojó. Sin sentirlo, paso a paso, se había metido en un laberinto de apariencias del cual, se daba perfecta cuenta, forzosamente tenía que salir si no quería volverse loco. Y la mejor forma de evadirse era enfrentar el problema, escribir algo, cualquier cosa que justificara sus ojeras, su palidez y sus anuncios de una obra siempre inminente y a punto de ser terminada.
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    luego, que el ingeniero vivía metido en su cuarto, en el que proyectaba incansable (y de donde sin duda le venía la irritación ocular) un túnel subterráneo para el Canal de la Mancha y un canal subterráneo para el Istmo de Tehuantepec. Para concluir, dejar pasar un tiempo y reunirlos a todos en la sala con el pretexto de una fiesta familiar. El médico tardaría. También el ingeniero. Después, con sencillez, describir cómo habían encontrado a este último en su cuarto con un puñal ensangrentado en la mano, y contemplando fijamente (como una gallina hipnotizada, anotó) el cadáver de su enemigo tendido boca abajo sobre un espantoso charco de sangre bien roja.
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    Leopoldo le costó muchas noches de implacable insomnio, pues su obra corría el riesgo de ser tomada simbólicamente por más de un lector desprevenido. Si eso llegaba a suceder, su responsabilidad de escritor se volvía inconmensurable. Si el perro salía victorioso podía interpretarse como la demostración de que la vida en las ciudades no menoscaba el valor, la fuerza, el deseo de lucha, ni la acometividad de los seres vivientes ante el peligro. Si, por el contrario, era el puercoespín el que llevaba la mejor parte, era fácil pensar (festinada, equivocadamente) que su cuento encerraba en el fondo una amarga crítica a la Civilización y el Progreso.
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    Dejó sus papeles sobre la mesa. Una vez asegurado de que nadie se atrevería a usurpar sus derechos, se levantó y dirigió sus pasos hacia la bibliotecaria. Tomó una boleta. Extrajo con elegancia del bolsillo su fiel estilográfica y con su mejor letra, con lentitud cuidadosa, escribió: E-42-326. Katz, David. Animales y hombres. Leopoldo Ralón. Estudiante. 32 años.

    Desde hacía ocho se venía quitando dos. Desde hacía ocho ya no era estudiante.
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