Rhett, al cabo de unos segundos, subió a la terraza y tomó asiento a su lado. Alice lo observó con detenimiento; desde la raíz de su pelo castaño hasta su barba de pocos días; desde sus ojos de un misterioso verde oscuro hasta sus labios curvados en media sonrisa; desde su mandíbula marcada hasta la cicatriz que le recorría la cara; desde los hombros fibrosos hasta las manos desprovistas de sus mitones.
—¿Cuánto falta para que aparezca el cometa? —preguntó, ajeno al escrutinio al que estaba siendo sometido.
—Unos minutos. No creo que muchos.
—Bien. He traído una cosa.
Rhett desenrolló los auriculares del iPod azul.
—¿Te apetece escuchar música?
—Sí. Siempre y cuando pueda elegir yo la canción.
Pese a que protestó, Rhett puso la lista de canciones que ella solía escuchar.
Con un auricular cada uno, Alice acomodó mejor a Max sobre su pecho y apoyó la mejilla en el hombro de Rhett, que permanecía con la mirada en el cielo y una mano alrededor del iPod.
Y, al fin, un brillante cometa surcó el cielo, iluminando las estrellas a su paso.