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Charles Dickens

Oliver Twist (texto completo, con índice activo)

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    Después de desayunar, se sentó de nuevo en el sillón y vio, decepcionado, que se habían llevado el cuadro.
    -¿Dónde está el retrato? -preguntó a la señora Bedwin.
    -El señor Brownlow se lo llevó para que no te alteraras, Pero te prometo que en cuanto te pongas bien lo volveremos a colgar
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    ojos del chico se clavaron en un retrato que estaba colgado en la pared.
    -¡Qué cara más bonita y más dulce tiene esa señora! -exclamó el muchacho!-. ¿Quién es?
    -No lo sé, querido -contestó la viejecita-. Nadie que tú y yo conozcamos.
    -¡Es tan hermosa! Parece que me está mirando.
    Al mirarla, siento cómo mi corazón palpita más rápido.
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    ¡Mire eso, señora Bedwin! -exclamó muy agitado el señor Brownlow señalando el retrato y luego, la cara del muchacho.
    Y es que, el parecido entre la señora del retrato y Oliver era impresionante. Pero Oliver no llegó a saber la causa de aquella súbita exclamación porque, segundos antes, se había desmayado.
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    Oliver, con un hilo de voz, suplicó que le dieran un poco de agua.
    -¡Cuidado, se va a caer! -gritó el señor Brownlow al ver a Oliver tambalearse. Al instante, Oliver cayó al suelo.
    -Ya se levantará cuando se canse -dijo el juez-. Queda condenado a tres meses de trabajos forzados. ¡Despejen la sala!
    De repente, un anciano, de digna aunque pobre apariencia, irrumpió en la sala y avanzó hasta el estrado.
    -¡No se lleven al muchacho! -gritó-. Yo soy el dueño del puesto de libros donde sucedió el robo. Lo vi todo y juro que él no es el ladrón.
    El juez miró con cara de desconfianza a todos los que se encontraban en la sala y dijo con indiferencia:
    -El muchacho queda absuelto.
    El señor Brownlow, ayudado por el librero, montó a Oliver en su coche y lo llevó a su casa; allí, por primera vez, el muchaco fue cuidado con cariño y bondad.
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    Oliver observó horrorizado cómo sus compañeros se colocaban detrás del respetable anciano; luego, el Pillastre le metía la mano en el bolsillo y le robaba un pañuelo, para desaparecer finalmente, en un abrir y cerrar de ojos. Fue entonces cuando Oliver entendió que había estado viviendo con una pandilla de ladrones. El terror y la confusión se apoderaron de él y no supo hacer otra cosa que echar a correr. La mala suerte quiso que, en aquel momento, el anciano se diera cuenta del hurto y, al ver a Oliver corriendo, lo tomó por el ratero. Así es que salió en su persecución gritando: “¡Al ladrón! ¡Al ladrón!” Pronto, decenas de personas empezaron a perseguirlo y, aunque Oliver corrió y corrió, finalmente lograron alcanzarlo.
    -¿Es éste el muchacho? -preguntaron al caballero.
    -Sí, me temo que sí -contestó el anciano.
    En aquel momento, llegó un agente y agarró a Oliver por e¡ cuello de la camisa.
    -¡No he sido yo! ¡Se lo prometo! -dijo Oliver juntando las manos en tono suplicante.
    -¡Levántate de una vez, demonio! -ordenó el agente.
    Oliver se incorporó a duras penas a inmediatamente se vio arrastrado por el policía.
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    Oliver no salió de aquella habitación durante varios días. Observaba lo que sucedía a su alrededor con gran extrañeza y, por más que lo intentaba, no lograba comprender cómo se ganaban la vida aquellos chicos; por qué salían por la mañana y regresaban por la noche con carteras, pañuelos de seda o joyas que entregaban a su protector. Tampoco entendía por qué Fagin los mandaba a la cama sin cenar cuando volvían a casa con las manos vacías. Ni se podía explicar el motivo por el cual vivía en aquel antro sucio y desolado un hombre tan rico.
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    Con los primeros rayos de sol, escapó calle arriba. Pasó por delante del hospicio y vio a uno de sus antiguos compañeros trabajando en el jardín.
    -¡Hola, Dick! -susurró Oliver-. ¿Hay alguien levantado?
    -Sólo yo -contestó el niño.
    -No digas que me has visto. Me he escapado porque me odian y me maltratan. ¡Y tú qué pálido estás, amigo!
    -He oído decir al médico que me voy a morir, Oliver -dijo el niño con una leve sonrisa-. Estoy muy contento de verte, pero no te entretengas.
    ¡Vete ya!
    -Quería decirte adiós, Dick. ¡Deseo que seas feliz!
    -Cuando muera, lo seré. Dame un beso -pidió el niño trepando sobre la puerta y echando a Oliver los brazos alrededor del cuello-. ¡Que Dios te bendiga!
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    -¡Oliver! -llamó el celador en voz baja.
    -¡Sáquenme de aquiil -gritó Oliver.
    -Soy el señor Bumble. ¿Es que no tiemblas al oír mi voz?
    -No -respondió Oliver valientemente.
    -Debe haberse vuelto loco -intervino la señora Sowerberry-. Ningún muchacho en su sano juicio se atrevená a contestarle de ese modo.
    -No es locura, señora-dijo el celador-, es comida.
    -¿Cómo? -exclamó la señora Sowerberry.
    -Comida, señora, comida. Usted le ha dado demasiado de comer, y ahora tiene fuerza y energía.
    -Esto me pasa por ser tan generosa -dijo hipócritamente.
    Cuando llegó el señor Sowerberry, le contaron lo ocurrido con tantas exageraciones, que el hombre, indignado, abrió la puerta del sotanillo y sacó a rastras a su rebelde aprendiz agarrándole por el cuello de la camisa. Oliver tenía las ropas desgarradas, el pelo revuelto y la cara amoratada y arañada. Pero, a pesar de todo, seguía mostrando indignación en su rostro, y miró valientemente a Noah.
    -Dijo cosas de mi madre -explicó Oliver a su amo.
    -¿Y qué, si lo que dijo es cierto? -repuso la señora Sowerberry.
    -No lo es -contestó Oliver rabioso.
    -Sí, sí lo es.
    El niño pasó todo el día arrinconado, sin más comida que una rebanada de pan.
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    Transcurrido el mes de prueba, Oliver pasó a ser aprendiz oficialmente. A Noah le corroía la envidia de ver ascendido al pequeño Oliver y desde entonces, se propuso hacerle la vida imposible.
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    Cuando el señor Sowerberry hizo intención de acercarse al cuerpo sin vida para realizar su trabajo, el hombre flaco se levantó como una centella gritando:
    -¡Que nadie se acerque a mi esposa!
    No obstante, el encargado de la funeraria sacó de su bolsillo una cinta métrica y se arrodilló junto al cuerpo sin vida.
    -¡Ah! -gimió el hombre hincándose de rodillas junto a la difunta-. ¡La han matado de hambre! Fui a mendigar para ella y me metieron en la cárcel.
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