El lenguaje zafio, tras una máscara de villano, las bravuconadas retóricas y las hipérboles son constantes del discurso populista. Se recurre a ellos para «hablar como el pueblo», «hacerse entender como el pueblo». Pero nunca son neutrales ni inocentes. Quien hace propaganda se ve obligado a cumplir su palabra, como señaló el historiador alemán Martin Broszat a propósito de la retórica incendiaria y apocalíptica de Hitler. Observó que la popularidad del Führer respondió en gran medida al hecho de que expresaba abiertamente, brutalmente y en voz alta lo que su público pensaba en su fuero interno. Una vez llegan al Gobierno, los populistas fingen ser moderados, estadistas, como si durante años no hubieran despotricado, por ejemplo, contra los judíos, atribuyéndoles la intención de acabar con Alemania, llamándolos parásitos, sanguinarios, gusanos, virus que infectan la nación, o como si jamás hubieran arremetido contra los inmigrantes, tachándolos de delincuentes, violadores, terroristas y portadores de enfermedades.