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Vladimir Nabokov

Invitación A Una Decapitacón

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    modo que... la función está programada para pasado mañana en la plaza del Espeluzno. No podían haber elegido mejor lugar. ¡Asombroso!... (Continúa leyendo murmurando para sí.) Se admitirán adultos... Los abonados tendrán preferencia... Bla, bla, bla, bla. El ejecutor de la decapitación, con pantalones rojos... Todo esto es pura tontería; se les ha ido la mano como de costumbre... (A Cincinnatus.)
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    –Ya está. Ahora, Rodrig Ivánovich, le pediré que anuncie oficialmente mi título y me presente.
    El director se caló las gafas apresuradamente, examinó un trozo de papel y se dirigió a Cincinnatus con voz megafónica:
    –Está bien, este es Monsieur Pierre; bref, el ejecutor de la decapitación... Me siento muy agradecido por el honor –añadió, y con expresión de sorpresa se dejó caer sobre la silla.
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    Y así, caballeros, para establecer las más amigables relaciones con el condenado, me mudé a una sombría celda como la suya, me vestí de prisionero igual que él, incluso más. Mi inocente mentira debía tener éxito, y por lo tanto me es ajeno el remordimiento; pero no quiero que el cáliz de nuestra amistad quede envenenado por la más ligera gota de amargura. A pesar del hecho de que hay testigos presentes, y de saber que me asiste la razón, les pido (extendió su mano a Cincinnatus) su perdón.
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    –¡Basta! –gritó este–. ¿No te avergüenzas de ti misma?
    –Mañana –dijo ella de repente, apretándose contra él y mirándolo fijamente entre los ojos.
    –¿Mañana moriré? –preguntó Cincinnatus.
    –No, te rescataré –dijo Emmie pensativamente (estaba sentada a horcajas sobre él).
    –Me parece muy bien –dijo Cincinnatus–. ¡Salvadores por todas partes! Tendría que haber ocurrido antes; ya casi estoy loco. Bájate, por favor, pesas y me das calor.
    –Nos escaparemos y tú te casarás conmigo.
    –Quizá cuando seas un poco más mayor; solo que tengo ya una esposa.
    –Sí, una gorda y vieja –dijo Emmie.
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    Tit, Pud y el Judío Errante,
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    Su llameante barba roja, el torpe azul de sus ojos, su delantal de cuero, sus manos como garras
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    los hermanos de Marthe; el moreno, con un traje tostado y camisa de cuello abierto, tenía en la mano una hoja enrollada de papel pautado sin música escrita; era considerado uno de los mejores cantantes de la ciudad. Su mellizo, joven elegante e inteligente con pantalones de golf azul celeste, le había llevado un regalo a su cuñado: un tazón con brillantes frutos hechos de cera
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    El abuelo y la abuela (el uno, todo trémulo y encogido, con sus pantalones remendados; la otra, con su cabello blanco bien corto y tan delgada que podría haberse metido en la funda de seda de un paraguas)
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    El anciano padre de Marthe, con su inmensa cabeza calva, sus bolsas debajo de los ojos y su bastón negro con contera de goma; los hermanos de Marthe, gemelos idénticos, salvo que uno tenía el bigote dorado y el otro negro como el betún; los abuelos maternos de Marthe, tan viejos que uno ya podía ver a través de ellos; tres vivarachas primas que, sin embargo, por alguna razón no fueron admitidas en el último momento; los niños de Marthe –el cojo Diomedon y la pequeña obesa Pauline–; por último, la propia Marthe, con su mejor vestido negro, una cinta de terciopelo alrededor de su frío cuello blanco y llevando un espejo de mano; un joven muy correcto de perfil, sin tacha, estaba constantemente junto a ella.
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    Cuando era todavía niño, viviendo aún en una casa grande, fría, color amarillo canario, donde me preparaban, a mí y a cientos de otros niños, para una segura no-existencia como muñecos adultos, donde todos mis coetáneos se transformaban sin esfuerzo o dolor, ya entonces, en esos execrables días, entre libros de tela y material escolar brillantemente pintado, y corrientes de aire que helaban hasta el alma, yo sabía sin saber, yo sabía sin dudar, yo sabía cómo se conoce uno a sí mismo, yo sabía lo que es imposible saber y, diría yo, yo sabía incluso con más claridad que hoy.
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