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Fernanda Melchor

Temporada de huracanes

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    El agua no puede hacerles nada ya y lo oscuro no dura pa’ siempre. ¿Ya vieron? ¿La luz que brilla a lo lejos? ¿La lucecita aquella que parece una estrella? Para allá tienen que irse, les explicó; para allá está la salida de este agujero.
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    ¿Por qué mejor no los entierra parados?, sugirió el güero, arrojando la colilla al fondo de la fosa. El pendejo lo decía en broma, pero el Abuelo sabía que aquello nunca funcionaba. Daban mucha guerra si no estaban acostaditos, bien acomodados el uno sobre el otro. Ellos mismos se sentían incómodos y se removían y la gente no podía olvidarlos y ellos se quedaban atrapados en este mundo y luego andaban haciendo desfiguros, dando tumbos por entre las sepulturas, espantando a la gente.
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    Que respeten el silencio muerto de aquella casa, el dolor de las desgraciadas que ahí vivieron. Eso es lo que dicen las mujeres del pueblo: que no hay tesoro ahí dentro, que no hay oro ni plata ni diamantes ni nada más que un dolor punzante que se niega a disolverse.
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    mejor consejo que puedo darte es este: deja que te lleve con mi amiga; deja que te ayude con eso, y así podrás pensar bien lo que quieres hacer sin la presión de tener un chamaco en la panza, porque estás muy chamaquita para saber siquiera qué chingados quieres de esta vida, y cuando te veo es como si me viera a mí misma de chiquita y pienso: ojalá en ese entonces yo hubiera tenido a alguien que me ayudara a sacarme a ese pinche chamaco a tiempo, alguien que me hubiera llevado con la Bruja.
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    mejor huir antes de que su madre dejara de necesitarla; mejor morir que perderla.
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    Munra se desesperaba porque tenía algo muy importante que decirle a su abuela, algo que no pudo recordar cuando despertó pero que en el sueño era realmente apremiante, algo que debía advertirle a toda costa pero que no lograba comunicarle porque ya solo podía hablar en el idioma de los muertos y ella no le entendía,
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    una vez más, la abuela le había dado a Yesenia en donde más le dolía, y por eso se murió en aquel momento, temblando de odio entre los brazos de su nieta la más grande.
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    qué papeles podían enseñarles si nadie en el pueblo supo nunca cómo se llamaba aquella pobre endemoniada; si ella misma nunca quiso decirles su nombre verdadero: decía que no tenía, que su madre nomás le chistaba para hablarle o la llamaba zonza, cabrona, jija del diablo, le decía, debí matarte cuando naciste, debí tirarte al fondo del río, pinche Vieja, pinche culera, pero bien mirado sus motivos tenía para recluirse de aquella manera, después de lo que esos culeros le hicieron; pobre Bruja, pobre loca, ojalá que de menos sí agarren al chacal o los chacales que le rebanaron el cuello.
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    después de la muerte de don Manolo no volvió a conocérsele hombre alguno a la hechicera, y pues cómo, si ella misma se la pasaba echando pestes de los varones, diciendo que eran todos unos borrachos y unos huevones, unos pinches perros revolcados, unos puercos infames, y que antes muerta que dejar que cualquiera de esos culeros entrara a su casa y que ellas, las mujeres del pueblo, eran unas pendejas por aguantarlos, y los ojos le brillaban cuando decía eso y por un segundo volvía a verse hermosa de nuevo, con los cabellos alborotados y las mejillas pintadas de rosa por la emoción,
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    la casa, aquella casa que después de tantos años aún seguía en obra negra, grandiosa y malhecha como eran los sueños de don Manolo, con su escalinata y su barandal de querubines de yeso y los techos altísimos en donde anidaban los murciélagos,
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