es tanto que Diana tema la imposición de la voluntad de Percy sobre la suya como que, en el momento en que sintió que cedía ante él, supo que acabaría subyugada por el amor, y una vez perdida al amor, está convencida de que ya no será capaz de pensar: cada vez tendrá menos ideas propias y tener ideas propias es precisamente lo que más desea. Pone por encima de todo la claridad de pensamiento que tanto esfuerzo le ha costado alcanzar: su independencia depende de ella. También ha sabido –de nuevo en ese momento crucial– que, si Percy hubiera querido conquistarla, ella no habría tenido fuerza para contenerlo. Así que decide hacer algo que la deja sin posibilidad de redención: así será ella quien tome la decisión. Prefiere colocarse al otro lado de la ley (la de ellos) que convertirse en prisionera de la versión más débil de su ser. Será vil, pero será libre. Libre de entrar en sí misma. El amor, ella lo sabe, no es la forma de entrar. A su ser se llega a través de la mente, no mediante los sentidos. Eso es lo que significa para Diana la libertad.
Por supuesto, se equivoca. No será libre. Una no es libre a través de la mente pensante o la gratificación de los sentidos; libre se es mediante la aplicación constante del conocimiento de uno mismo. Diana tiene demasiada rabia y demasiado miedo para ser libre. Presa del pánico, ataca ferozmente a Percy y se deforma a sí misma. Como un animal enrabietado, se suelta del cepo dejando atrás una extremidad. Durante el resto de su vida se lamerá la herida recubierta de tejido cicatrizado. Valor tiene en grandes cantidades; de lo que carece es de conocimiento personal.